sábado, 16 de abril de 2011

Roberto Aizenberg


Aizenberg, el inmortal
por Mariana Robles

Roberto Aizenberg, a pesar del tiempo, sigue siendo uno de los artistas más paradigmáticos del arte argentino, y lo es por diversos motivos. En medio del torbellino que arrasó con los pintores argentinos en la década del '60, gracias a la famosa muerte de la pintura, que Romero Brest vaticinó en la Revista Plana, Aizenberg no sólo se consolidaba como pintor, sino que realizó una de sus exposiciones más emblemáticas en el controvertida Di Tella. A los 41 años de edad, se consagró en una retrospectiva que le permitió al director del Instituto decir del artista que actuaba "sin hacer teoría, y sin que le importe la teoría de los demás, menos el juicio crítico, fuere de quien fuere, como si cumpliese una tarea de iluminado". Estas palabras indican un punto esencial del "caso Aizenberg", denominado así tras el enigma persistente en el que su estilo y su vida confluyeron. Todos los testimonios de la época revelan que Aizenberg era un príncipe. Evidentemente, había sido poseído por las fabulas que el tiempo no borró de su memoria, y que el arte y la poesía acentuaron en su rostro, sus gestos y sus imágenes. Los arquetipos de Aizenberg, a diferencia de los arquetipos platónicos, subsisten en las apariencias y fue necesario pintarlos para que reinaran nuevamente en el mundo visible. Sus torres, abanicos y ventanas, probablemente vinculados con su acercamiento a la arquitectura antes de volcarse de lleno a la pintura, son monumentos vacíos, despejados, templos míticos en donde meditar. Construcciones destinadas a múltiples actividades meticulosas, sofisticados espacios para la búsqueda interior. También las figuras de los decabezados y los humeantes, que dialogan con el imaginario surrealista de André Masson, por el cual Aizenberg sentía profunda admiración y con los personajes solitarios y misteriosos de ciclistas, bañistas y arlequines, conforman el extenso grupo de arquetipos que, con los años, se hará más profuso. Todos ellos fueron objetos, talismanes o portales que Aizenberg forjó para romper las fronteras que dividen la realidad del sueño. Son protectores rituales, diseños ceremoniales que le que le permitieron luchar contra el terror que le provocaba la muerte. Es prácticamente imposible, al leer su vida, no conmoverse y convencerse de que los artilugios de Aizenberg no fueron en vano y que, al fin y al cabo, de ellos dependió su propia salvación. Matilde Herrera fue la esposa de Aizenberg, su compañera, junto a quien formó una familia, que además integrarían los tres hijos de ella. A finales de la década del '70, cuando nuestro país se había convertido en la más aterradora de las pesadillas, mientras el matrimonio permanecía exiliado en París, José, Valeria y Martín desaparecieron. En 1990, Aizenberg perdió a Matilde y ya no se recuperaría de sus tristezas. Sin embargo siguió pintando, un Homenaje a Matilde será uno de sus últimos trabajos importantes. Victoria Verlichak, rescata estas palabras, "yo no me elegí pintor. No creo que uno se elija. Creo que cada uno de nosotros es un instrumento elegido por alguien para algo. Me volví pintor cuando la parte más sana de mí se puso en movimiento." El método automatista contribuyó, para poder experimentar la pintura como un canal de conexión, con un mensaje que trasciende la mera individualidad. Tanto para Aizenberg, como para su maestro Juan Batlle Planas, la metafísica y el surrealismo se completaban para ver una realidad fuera de los límites del mundo convencional, una dimensión diferente que se convertiría en fuente inagotable de creación e inspiración. Recordemos que, Batlle Planas fue la principal figura del surrealismo pictórico en Argentina y que con él se formaron Aída Carballo, Horacio March, Onofrio Pacenza, Noé Nojechwiz, Zdravko Ducmelic y Alejandra Pizarnik.
Quienes conocieron a Roberto Aizenberg, como su amigo Guillermo Roux, declararon que era una persona "hermética y metafísica."  A nosotros nos quedan sus obras como testimonio de su silencio, la materia viva para acceder al espectro misterioso que descansa en su interior. La increíble y alucinada sensación que todo permanece en alguna dimensión de la luz, el tiempo y el espacio. La alquímica transformación del cuerpo por un espíritu que lo sobrevuela todo, para convertirse en inmortal.
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