domingo, 17 de abril de 2011

Alfredo Prior


Pintura, no vigilia
por Silvio Mattoni

Hay un cuadro de 1999, que no veremos aquí, titulado Vulcano, de un metro noventa por dos metros. Representa la típica silueta ascendente y de pico trunco de las formaciones volcánicas. En las laderas de la montaña, pinceladas claras parecen insinuar cosas que no me atrevo a descifrar. En todo caso, la falda montañosa es abstracta, hasta que se demuestre lo contrario. Arriba, el cielo verdoso y azul oscuro, también un hecho independiente y abstracto, envuelve el probable humo de la cima. Pienso que ese cuadro, que de alguna manera, en su laboriosa superficie, cita las vistas del Monte Sainte-Victoire de Cézanne, podría expresar un origen para el arte de Alfredo Prior. El arte no existe, como todo el mundo sabe, sólo hay pintores. Pero en el comienzo, Occidente se imaginó debajo de un volcán, allí donde el Vesubio conservó las imágenes de unas paredes que de otro modo estaban destinadas a la destrucción. ¿Y acaso los rostros de muñecos y ositos, que en cierta época multiplicó Prior en series inagotables, no son retratas pompeyanos? Una mirada estupefacta aparece en ellos, y se borra de inmediato apenas vemos su figura no humana. Son restos, partes de un todo que todavía exhiben el brillo de la cera de inmediato y mantenida bajo la ceniza del último día.
Por otro lado, en el nombre del cuadro, que Prior aplica como un color más se halla la historia del artesano, el lisiado, el primer pintor, que en griego se llamaba Hefestos. La descripción del escudo de Aquiles en la Illíada, primera crítica de arte, algo tediosa como todo el género, pero necesaria, también podría repetirse ahora, en miniatura, para hablar de los discos pintados por Prior. Una pintura circular, que puede empezar a verse o describirse desde cualquier punto y que puede seguirse de derecha a izquierda, que no tiene horizonte, ¡acaso no debe considerarse infinita? En el fin está su principio, como la nieve empieza y termina con la misma indicación de los copos efímeros. Sin embargo, nuestro vulcanólogo convierte el gran círculo unitario de la descripción antigua en una cantidad de pequeños círculos, burbujas de una explosión inaccesible o irreproducible. Por eso, en los cuadros de mayor tamaño, todo parece provenir de la potencia de los fondos, sus ingresos de color en la superficie pintada, sus chorros, sus desplazamientos o remolinos que una mano provoca, y entonces, navegando sobre el fondo abstracto, luchando contra la tempestad, o surfeando en la lava de erupción  que se pinta, algo que se configura. Aparecen los personajes diminutos, napoleones, muñecos de nieve, osos, animales náufragos, artistas enloquecidos por la desmesura de sus propias pinceledas. O no aparece nada, permanece latiendo toda configuración en la gran pintura carente de figuras reconocibles.
No hay en realidad -y quizás nunca hubo y debimos esperar el señalamiento de Prior para advertirlo- fondos y figuras. El color se desfonda en un vacío que nos hace ver, con los ojos abiertos de asombro o de pánico, cosas que no existen. El pincel dibuja líneas y redondeles que se hunden en el magma indiscernible, polimorfo. Los osos son el público asombrado ante el movimiento de los colores, están como fascinados por algo afuera   del pequeño cuadro en el que viven. ¿Qué miran con tanta atención? ¿Acaso están distraídos y se pierden en sus propios raptos? ¿O miran la mirada que los mira?  "No toda es pintura la de los ojos abiertos", indica el pintor con peculiar humorismo literario. ¿Quiere decir que nosotros, espectadores, no vemos la pintura abriendo sólo lo ojos y que entonces hay algo más? Los osos pintados nos miran a nosotros, que hemos gozado cerrado los ojos para gozar de un pensamiento. En los colores de unos cuadros sin figuras, como los más recientes de esta muestra, asistimos al resplandor de una idea de la figura no puede existir de manera sensible, figuras invisibles, o sea mitos.
Cézanne, un pintor casi arcaico pero cuyo nombre me acompaña frente a la pintura modernísima de Prior, dijo una vez: "Los colores son la carne brillante de las ideas." Y quería reducir lo que hacía con desbordante, obsesiva dedicación, al color, a módulos de color. Prior, más líquido y menos esquemático, hace remolinos, deja choirrear lo que hay, pero no abandona la posibilidad de que aparezca otra cosa, ni siquiera lo visible. ¿Cómo será pintar con los ojos cerrados? ¿Y ver la pintura así? En unos poemas llamados Comienzo y fin de la nieve, título que Prior usó para una serie de obras, Yves Bonnefoy escribe: "Pero la luz sabe atravesar/ los párpados porosos, y percibo/que en mis palabras todavía la nieve/girando se condensa y se desgarra." Si entrecerráramos los ojos, u ofreciéramos los párpados a la luz, veríamos esos remolinos o precipitaciones de corpúsculos que he llamado nieve o lava o chorreo de iluminaciones porque sólo metafóricamente entre la pintura en las palabras. Y Prior lo sabe mejor que nadie. Si llama "Dánae" a unos cuadros de puro color, sin que veamos ahí a la chica legendaria custodiada por su padre para que no tuviese un hijo, algo nos recuerda el misterio principal de ese mito griego: la lluvia de oro que fecundó a la virgen. Encerrada en una ieza de bronce, Zeus se filtra por las rendijas y la embaraza como un chorro de luz solar que cumplirá su destino inexorable. O si le pone a otro cuadro abstracto "Orfeo en los infiernos", es porque delante nuestro no hay nada reconocible, es lo visible sin concepto, el deseo sin objeto; atrás, lo que amamos nos sigue y dice que está prohibido mirara. Orfeo en el infierno, con la esperanza -antorcha o pincel- en la mano, avanza todavía, es decir, pinta su paso. Si se da vuelta, si hace una retrospectiva, pierde lo que animaba su deseo, se pierde, y sigue adelante, lo espera un descuartizamiento, la mercancía de la obra, las admiradoras y compradores. Pero en el interín, en la subida que no termina nunca, pinta.
En la supuesta abstracción, Prior estira su mano en busca de la figura imposible, del objeto que es todas las cosas pensables y señalables; así, el título de "Moby Dick" no es tanto el blanco, ausencia de color, como si fuera un emblema del vacío, sino más bien el deseo de buscar lo que no está destinado a ser capturada. Una catástrofe sucede antes. Napoleón es derrotado, llega el diluvio universal, entre en erupción el volcán, ciudades enteras son arrasadas, y hasta se diría que el color, cuando ingresa en alguna ciudad de Prior, se parece más a una tormenta que se disuelve las formas antes que a una primavera apacible.
Entre la configuración y la desfiguración, se da el juego de niños de a pintura, por momentos a ciegas, siguiendo el ritmo de una idea, anhelando su carne brillante. Y los niños atienden a Prior, Lo habrán de imitar en cada gesto, en el alzar de las manos, en el achinamiento de los ojos, Yo mismo era un niño la primera vez que vi cuadros suyos, y admiré cuánto les ofrecía al pensamiento y al a sensación la rareza de un arte que integra la teoría y los simples juguetes, el limite de la pintura y los osos asombrados. Una de mis hijas, que adora ver reproducciones, libros y catálogos de Prior, dijo una vez, al encontrar discos de vinilo en un viejo restaurante: "Mirá, papá, hay cidis gigantes!" Era como invertir el movimiento de la supuesta flecha del tiempo. También nuestro pintor señala que toda pintura sigue la historia, que en el principio ya estaba todo y que todo sigue estando en un principio: en unas gotas doradas, en un chorro de fuego, en la espuma de una nieve que se  vuelve sólida, ya entonces la pintura era un mito del momento único, fuera del tiempo. Como dijera Macedonio Fernández, aludido aquí en un pórtico imaginario: "Desdeñamos distracción de leyendas./ Sólo un Misterio que no se nombra./ Sin momento ni lugar". Misterio absoluto de pintar lo que es casi una locura: reencarnar a todos los conquistadores del color y dela sombra cuando entran en ciudades invisibles, cuando asisten a la demolición de las perspectivas. O mejor dicho: ser rozado por la inconciencia de una materia que se pinta sola en la superficie dispuesta, sin mirada, sin ojos que la vigilen.
Ser el cuerpo mismo de lo que pinta, cuando lo deseado ya no está atrás, siguiendo al guía y al dueño de sí, ni tampoco adelante, en la gloria vana de capturar la presa soñada, sino en el punto abstracto del presente , sin otro lugar que las dimensiones de un plano, sin otra sucesión que la repetición incesante, incansable, de trazos que sólo se dan allí. Como, el Don Juan de Baudelaire en los infiernos, navegando con Caronte, Prior mirar
ia fijo la estela del bote, un héroe tranquilo, imperturbable ante la multitud de almas que gritan en la orilla y que le recuerdan sus temas amados, y no se dignaría a ver nada más, apoyado en un pincel larguísimo, viajando. Los volcanes submundanos le darían nuevas ideas, más carne para sus ansias de color. Y acaso mancharía unos papeles caídos en las tablas curvadas del barquito con tinta imborrable, con gin tonic, con los materiales que se han hecho amigos de su mano. En ese estudio flotante que imagino, todo lo dibujado y lo pintado deviene casi de un ser orgánico cuya constitución íntegra deja ver una procedencia fluida, una naturaleza originariamente elástica, su no limitación, su disponibilidad. ¿Cómo encontrará esta deíxis de lo infinito, que es el nombre de todo lo que hay en una vida, su lugar dentro de los limites de un cuadro? En la insistencia y e cambio. Ya que todos los cuadros son uno y cada uno está en todos, por obra de la otra palabra que acompaña y se ríe de los títulos, un nombre propio, la firma que desgrana cinco letras secretas. El cuadro no vela por el nombre, ni lo encubre, sino que el desgarramiento de un telón tras el cual perciben brillos, sospechosos e intrigantes fulgores, reflejos del misterio de la "prioridad" o cualidad de una pintura para inspirar esta pregunta: ¿de dónde vienen presencias, estas ideas, estas imágenes, si no de un movimiento del cuerpo que percibe, piensa y pinta?

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