sábado, 30 de abril de 2011

Marcos Zimmermann


por Mariano Serrichio


Estos desnudos de Marcos Zimmermann son el resultado de un trabajo de varios años por nuestro continente. Años de recorrer los países y charlar con hombres para lograr que muestren a la cámara lo más extraño y lo más íntimo: sus cuerpos desnudos.
El fotógrafo ha retratado a estos hombres en sus lugares de trabajo o en sus ambientes, rodeados de sus instrumentos, vestidos de acuerdo a su oficio o profesión, o simplemente posando de acuerdo a su deseo.
El impacto que provocan estas fotos revela con claridad la existencia de un tabú sobre el desnudo masculino, a diferencia de la desnudez del cuerpo femenino, cuya imagen es modelo de belleza, objeto, mercancía. En este sentido, la apuesta de Zimmerman va hasta el límite, asumiendo incluso las contradicciones de una aventura de este tipo.
Un efecto menos directo, pero más perdurable, es el contraste que se da entre los cuerpos desnudos y el entorno. Como si la transparencia del cuerpo permitiera remarcar, acentuar los detalles, así como provocar en el espectador alguna verdad, a través de una exposición al tabú.
Estos desnudos sudamericanos evocan, para Zimmermann, la historia del continente, poblado de masacres y expoliaciones, que produjo tipos específicos de formas de ser masculinas. En el libro fotográfico que dio origen a esta muestra, Zimmermann incluye textos históricos, literarios, que dan cuenta de ciertas imaginarios sobre los hombres de este continente. La barbarie, referida por adelantados y frailes durante la conquista, y que era justificación para aniquilar los pueblos originales del continente. También el machismo o el prototipo del homosexual hiperafeminado, que parecen dos caras de la misma moneda, por el tema del retorno de lo reprimido.
Sin embargo, los cuerpos desnudos, en estas fotografías, son una especie de contraste imposible con el texto, con la construcción imaginaria. Las fotografías no ilustran, no cuestionan, no ponen en duda los textos, forman parte de otro registro. No hablan, muestran. Y en esa zanja insalvable entre los dos registros, radica uno de los misterios de estas fotografías, que conmueven desde el silencio más hondo de los cuerpos.

Felipe Pino


La sangre ausente
por Mariana Robles


Un clima de sombría inquietud y desolación modula las pinturas de Felipe Pino. Una veladura transparente, etérea, configura una geometría de silencios. Los cuerpos reposan sobre la arquitectura, los espacios y los espejos. Los planos de colores fueron abiertos por los miembros y articulaciones que se asoman en el intervalo de una rasgadura virtual, de un índice ilusorio. En sus imágenes subsiste una sinfonía erótica, en la tautología sensual de la pintura. Los personajes, asomándose a las frágiles escenografías, son paralelos poéticos de los órganos lingüísticos de Samuel Beckett. Habitados por contradicciones, son ausencias que simulan su presencia frente a un mundo mira y los realiza. Las ficciones de Pino ponen de manifiesto la condición superficial de toda la realidad, el vacío irreversible de una garantía improbable. Todas sus obras tejen el soporte fantasmagórico de marionetas obtusas, secas con los rayos de un sol desierto, de una luz fulminante desprovista de verdad.
La naturaleza  también fue extirpada para dar lugar a las superficies pictóricas, a los decorados de un mundo intermedio que construyen un reducto flotante, entre la vida y la muerte. Con pequeñas intervenciones gestuales, el artista, logra mostrar los artilugios de un mecanismo que a cada momento corre el riesgo de invertir su lógica. Nos advierte que entre la representación y las apariencias existe la posibilidad del desvío. En las rugosidades de la materia viven espectros entrometidos, replicas infinitas y reiteradas de seres extintos que nos duplican. Seres, que en las dimensiones fluctuantes de los cometas y los astros, en el tiempo fugaz del universo, ya han muerto. Hombres diminutos y solitarios, que desde la óptica volátil de una mosca parecen gigantes y desde la mirada ausente de los cuerpos sin sangres, simples dispositivos de un teatro de sombras La pintura se transforma así en la arqueología de un mundo fulminado por su propio ir hacia lo desconocido. Confirmando que, entre nuestras creencias y la imagen, perdura un abismo aletargado.

Carla Accardi


Pasos de Encuentro
por Donatella Cannova

En el móvil panorama del arte contemporáneo internacional, hay algunos nombres fuertes de artistas italianos, verdaderos y propios íconos en ese sistema del arte, compuesto por directores de museo, galeristas, mercantes, críticos, coleccionistas, medios y público en general, que determina la consagración internacional de un artista.
A este grupo de los "cien grandes", seleccionados a través del criterio de la presencia en al menos dos colecciones permanentes de grandes museos internacionales de arte moderno y contemporáneo, pertenece Carla Accardi. Su larga trayectoria artística, iniciada ya en la segunda mitad de los años cuarenta con la consagración internacional en los años sesenta, se desarrolla caracterizándose por una búsqueda sistemática en el campo de elección, el abstractismo formal, a través de la elaboración incesante del signo-color, el estudio de la relación entre el espacio y la obra, la experimentación de materiales y luminosidades distintas. Nosotros tenemos el placer y el honor de presentar a Carla Accardi en el Museo Emilio Caraffa de Córdoba, convertido en un punto de encuentro clave del arte contemporáneo del país, según lo señala la prensa especializada en las pasadas semanas. La instalación que aquí se exhibe, Pasos de Pasaje, en el cruce entre lenguajes disciplinares diferentes, el arte, precisamente, y la música, se compone de un gran piso de cerámica alrededor del cual la música y cantante de rock Gianna Nannini construye un ambiente sonoro cadencioso sobre el resonar de sus pasos, haciendo así vibrar con vida propia la superficie en gres. Las grandes obras pictóricas, creadas especialmente por Carla Accardi para esta instalación, acompañan el piso en los diferentes lugares donde fue exhibido desde el año 2007: Moscú, Roma, Lima Buenos Aires y ahora Córdoba. Esta muestra tiene su resonancia en otra, llamada Musica di Smalto e Ceramica  Contemporáneas, igualmente promovida por el Istituto Italiano di Cultura en el marco de las manifestaciones en homenaje al Bicentenario de Argentina, contemporáneamente en curso en el otro gran museo provincial, el Museo Superior de Bellas Artes "Evita" - Palacio Ferreyra. El núcleo central de esta exposición, proveniente del Museo Internacional de la Cerámica de Faenza, lo constituye un grupo de mayólicas italianas que van desde el siglo XVI al siglo XVIII unidas por motivos decorativos inspirados en la música y en los instrumentos musicales, al que se suma una sección de cerámicas contemporáneas de artistas como Lucio Fontana, Enrico Baj y Luigi Ontani, por citar sólo algunos. De una parte, el encuentro entre la cerámica, el arte y la música que inspira recorridos creativos originales, de la otra, un entrelazado de temas, materiales, intervenciones artesanales (el piso de Carla Accardi fue realizado en talleres faentinos) trazan una ideal línea de continuidad entre las artes aplicadas y el arte tout court, la tradición plurisecular de la elaboración de la cerámica y el trabajo de los artistas contemporáneos que en ella encuentran un material dúctil para acoger sus formas. La invitación es, entonces recorrer a través de las vías entre espacio y tiempo, entre pasado y presente, entre Italia y Argentina.

Hugo Aveta

Por Marcela López Sastre

¿Donde se aloja el recuerdo? ¿En la mente, en el corazón, en el cuerpo? ¿en el espacio? La casa respira cuando la geometría se trasciende.
Todo lo que expande luz depende de algo a lo cual quedar adherido para alumbrar de modo continuo y duradero. La imagen proyectada en el espacio propone la arquitectura como una excusa para esta concepción de la realidad revelada desde su lado invisible.
Pero, ¿dónde se ubica este recuerdo de la luz indicándonos donde fijar la vista? ¿Dónde habita el deleite de ese instante en el que la exactitud del haz sobre la superficie construye un ángulo perfecto, una perspectiva memorable?
Finalmente el recorrido pareciera ser un intento permanente por dar significado a esa adherencia, a ese encuentro entre lo invisible y el objeto que lo vuelve real. La imagen en papel, la fotografía que ha sintetizado la obra de Hugo Aveta encuentra ahora en el espacio una posibilidad de expansión: se adhiere a las paredes, vibra desde el plasma utilizando el tiempo como herramienta. Aveta aborda el tiempo y el espacio como coordenadas flexibles; la imagen subraya esta ductibilidad.
La re-construcción del recuerdo es una operación activa, una nueva forma de transitar el tiempo ubicándonos entre el ahora, el antes y el después; nociones relativas que parecieran ser distinguibles por un trayecto, pequeños gestos de consenso para habitar el lugar común, la memoria comparativa. El video funciona como marco donde el tiempo se construye, no progresivamente sino en las múltiples direcciones del recuerdo.
Esta puesta en escena de los espacios creados por Aveta desde lo inasible, abandona el papel para afirmar la imagen como abstracción. Conceptos básicos de la imagen que evidencian su inmaterialidad, su real sustento en lo que escabulle en el tiempo. La natural evolución de un pensamiento concentrado en las coordenadas elementales de la imagen; la lucidez de las sombras, la solidez del reflejo y la acumulación de estas adherencias como construcción del significado.

domingo, 17 de abril de 2011

Norberto Gómez


Por Julia Oliva Cúneo


Ya los stoas de los griegos, y antes que ellas los pórticos de los egipcios o las puertas babilónicas, eran concebidas como instancias que marcaban el ingreso a una realidad sagrada, como ritos petrificados que sacralizaban el lugar. Antes del arte ser arte, este asumía, entre otras, la espiritual función de introducir una realidad otra en el ciclo cotidiano de la vida para mostrar en su materialidad la escurridiza, aunque siempre presente, idea de la trascendencia.
Sujeta a esta función de señalamiento la escultura transitó el camino del monumento conmemorativo y se convirtió asimismo en la fijación material del cielo y del infierno con que la iglesia medieval y militante popularizaba e imponía las escrituras. La modernidad operó sobre esta funcionalidad una desterritorialización que anuló aquel sentido fuertemente simbólico de la localización.
La obra de Norberto Gómez restituye a la escultura aquella función sacralizante y conmemorativa, pero para burlarse de ella. Como en una suerte de disparates goyescos en tercera dimensión, la solemnidad operada por la lógica del monumento es desactivada y develada en sus contradicciones  y simulacros desde la eficacia de la parodia y de la cita. Con sus anti-monumentos, al apropiarse de aquella lógica representacional a través de la cual las naciones construyen una imagen identitaria y una historia oficial, acrítica y estereotipada cuyas tensiones reales el monumento contribuye a callar, al realizar sus personajes a partir de un montaje cuyas fragmentaciones e hibridaciones oscilan entre lo irónico y lo monstruoso, Gómez nos habla, con diferentes lenguajes y técnicas, una vez más de lo mismo.
En la década del 70 su arte viraba de una acética base geométrica y minimalista hacia una orgánica iconografía cargada de enérgico dramatismo, testimonio en clave escultórica del horror de la dictadura y sus prácticas. Amasijos en resina pigmentada de fragmentos anatómicos. Expresiones de cuerpos dislocados, mutilaciones y vísceras como testigos de l  tortura, huesos descarnados, tendones, fluidos solidificados. A esra estética del resto pertenecen las obras S/t (1978), Carroña (1979) que forman parte de esta exposición.
Subyace una crítica del mismo tenor en los objetos de tortura y sacrificio que a través de una resonancia medieval vehiculizan un nuevo ejercicio de memoria colectiva acerca de la violencia y sus instrumentos. Ejemplo de esta etapa es Nudo (1984-1997).
A lo largo de su recorrido la obra de Norberto Gómez desanda la dimensión trágica que constituye la historia. Como colorario de este trayecto discursivo y punzante, los anti-monumentos desnudan el costado obsceno de la construcción simbólica de la idea nación, consagratoria y cultual, celebratoria de lo heroico, conjugando en su estatuaria, al modo de un collage surrealista, nuestros pórticos de arquitectura funeraria, eclesiástica y oficial, sus molduras y gárgolas reminiscesntes del gótico, con garras y cuerpos alados, con personajes de investidura militar, o portadores de elementos jerarquizantes o de ocioso lujo.
En el conjunto de Gómez aquí presentado, entre el dramatismo y la sátira, entre la parodia y el simulacro; la omnipresencia de la crítica.

Guillermo Rodriguez

Imágenes Paganas
por Mariano Serrichio


Hay en el arte del noroeste argentino un linaje de creadores que ha sabido entretejer la presencia de lo nativo con búsquedas formales innovadoras. Mitos, creencias, tradiciones, rituales de su región, han empapado sus obras con un tono y un sabor propios. En esa inteligente y sensible manera de rescatar la cultura popular, opuesta al tradicionalismo, se encuentra el escultor tucumano Guillermo Rodríguez, quien ha consolidado una obra reconocible a primera vista.
Sus esculturas están compuestas por piezas ensambladas y su material principal, aunque no el único, es el cardón, un cactus característico del noroeste argentino, cuya madera es utilizada tradicionalmente para pequeñas artesanías. Las hendiduras con forma de lágrima en la madera seca del cardón es lo que le da esa cualidad porosa a estas esculturas,  mientras que para las manos, pies o rostros, Rodríguez utiliza otro tipo de maderas; en estas partes se pone de manifiesto su oficio como escultor, que lo entronca con la tradición más realista y occidental del arte. Tal vez el ensamblado de las piezas sea un gesto más contemporáneo, al postular la obra como una conjunción de diferentes procesos. Da la impresión de que estas cualidades representan los caminos que ha seguido Guillermo Rodríguez en su desarrollo como artista.
Un detalle que salta a la vista, en estas esculturas, es el hecho de que estén pintadas. Su exuberante colorido y sus minuciosos diseños tienen un acento marcadamente popular, están emparentados con las artesanías y los atuendos de la gente del noroeste argentino. El escultor tucumano diluye así las fronteras que separan la disciplinas como la escultura y la pintura, y mezcla también la jerarquía que divide el arte de artesanía, por simple necesidad expresiva, para avanzar en la concreción de sus ideas.
El tema de estas esculturas se centra en un conjunto de deidades femeninas propiciatorias y protectoras. Divinidades extraídas de suceso naturales o de mitos, también objetos mágicos para conjurar poderes dormidos. De ahí que a Rodríguez se lo llame "imaginero". Pero no es un imaginero de la religión cristiana, con sus martirios y sus éxtasis, sino de la dulzura de los pueblos nativos, que no separaban a sus dioses del entorno natural. Un imaginador que busca por detrás de la colonización católica de las formas de devoción, nuevas imágenes sagradas para su gente.

Diego Esposito


por Donatella Cannova
Directora del Instituto Italiano di Cultura

Es de una valijita azul, construida para él por una amigo escenógrafo, que Diego Esposito, la primera vez que lo encuentro, saca fuera, disponiéndolas sobre la gran mesa con orden meticuloso y cuidado paterno, sus acuarelas sobre papel oriental, pintadas especialmente para esta muestra argentina. Son catorce, de las mismas dimensiones, simplemente bellas, hasta conmover. Vibran, sobre ese papel de cuerpo consistente, colores brillantes que se disuelven en los bordes en matices evanescentes. Las formas coloreadas, entre las cuales predomina la línea circular pero también el trazo ondulado o quebrado, parecen signos de un código no interpretable sino sólo por iniciados en las magias del mundo. Provienen desde un más allá, quizás del encuentro con el Oriente que caracteriza la búsqueda más reciente de nuestro artista, quizás desde el incesante trabajo de casi desmaterialización del trazo pictórico que él nos entrega. Y de la misma gramática hecha de elipsis y se podría decir de laconismo, está compuesta la otra parte de la exposición presentada en el Museo Municipal de Bellas Artes "Dr. Genaro Pérez" , dos grandes obras murales que dialogan con la instalación circular pensada par el espacio circular puesto a disposición para la ocasión, donde se alternan, además, signos y colores tomados en préstamo de las antiguas culturas precolombinas.
A este proceso de progresiva evanescencia del signo en la pintura hace de contrapeso, en la otra forma expresiva de elección de Diego Espósito, la escultura, la materia en su más primordial esencia, la piedra rústica, sobre la cual mete, para dar un fruto nuevo, un pedazo de otra materia, de forma circular para indicar el centro gravitacional, casi como si fuera un planeta en escala. Y de estos planetas en escala, como el presentado en el Museo Emilio Caraffa en ocasión de esta doble muestra en Córdoba, Espósito ha diseminado y continuará diseminado alrededor del globo, en fórmulas trigonométricas, el movimiEnto eterno de la Vida, en una búsqueda de armonía donde la Naturaleza y el Hombre son parte del mismo orden cosmogónico.
En este juego de ecos hechos de signos, colores y materia Esposito tejió, casi como si fuera una partitura musical, su compleja  como límpida tela personal de sonidos de luz, que a nosotros entrega en forma de oxímoron. Y quién quiere, con éste se puede medir.

Alfredo Prior


Pintura, no vigilia
por Silvio Mattoni

Hay un cuadro de 1999, que no veremos aquí, titulado Vulcano, de un metro noventa por dos metros. Representa la típica silueta ascendente y de pico trunco de las formaciones volcánicas. En las laderas de la montaña, pinceladas claras parecen insinuar cosas que no me atrevo a descifrar. En todo caso, la falda montañosa es abstracta, hasta que se demuestre lo contrario. Arriba, el cielo verdoso y azul oscuro, también un hecho independiente y abstracto, envuelve el probable humo de la cima. Pienso que ese cuadro, que de alguna manera, en su laboriosa superficie, cita las vistas del Monte Sainte-Victoire de Cézanne, podría expresar un origen para el arte de Alfredo Prior. El arte no existe, como todo el mundo sabe, sólo hay pintores. Pero en el comienzo, Occidente se imaginó debajo de un volcán, allí donde el Vesubio conservó las imágenes de unas paredes que de otro modo estaban destinadas a la destrucción. ¿Y acaso los rostros de muñecos y ositos, que en cierta época multiplicó Prior en series inagotables, no son retratas pompeyanos? Una mirada estupefacta aparece en ellos, y se borra de inmediato apenas vemos su figura no humana. Son restos, partes de un todo que todavía exhiben el brillo de la cera de inmediato y mantenida bajo la ceniza del último día.
Por otro lado, en el nombre del cuadro, que Prior aplica como un color más se halla la historia del artesano, el lisiado, el primer pintor, que en griego se llamaba Hefestos. La descripción del escudo de Aquiles en la Illíada, primera crítica de arte, algo tediosa como todo el género, pero necesaria, también podría repetirse ahora, en miniatura, para hablar de los discos pintados por Prior. Una pintura circular, que puede empezar a verse o describirse desde cualquier punto y que puede seguirse de derecha a izquierda, que no tiene horizonte, ¡acaso no debe considerarse infinita? En el fin está su principio, como la nieve empieza y termina con la misma indicación de los copos efímeros. Sin embargo, nuestro vulcanólogo convierte el gran círculo unitario de la descripción antigua en una cantidad de pequeños círculos, burbujas de una explosión inaccesible o irreproducible. Por eso, en los cuadros de mayor tamaño, todo parece provenir de la potencia de los fondos, sus ingresos de color en la superficie pintada, sus chorros, sus desplazamientos o remolinos que una mano provoca, y entonces, navegando sobre el fondo abstracto, luchando contra la tempestad, o surfeando en la lava de erupción  que se pinta, algo que se configura. Aparecen los personajes diminutos, napoleones, muñecos de nieve, osos, animales náufragos, artistas enloquecidos por la desmesura de sus propias pinceledas. O no aparece nada, permanece latiendo toda configuración en la gran pintura carente de figuras reconocibles.
No hay en realidad -y quizás nunca hubo y debimos esperar el señalamiento de Prior para advertirlo- fondos y figuras. El color se desfonda en un vacío que nos hace ver, con los ojos abiertos de asombro o de pánico, cosas que no existen. El pincel dibuja líneas y redondeles que se hunden en el magma indiscernible, polimorfo. Los osos son el público asombrado ante el movimiento de los colores, están como fascinados por algo afuera   del pequeño cuadro en el que viven. ¿Qué miran con tanta atención? ¿Acaso están distraídos y se pierden en sus propios raptos? ¿O miran la mirada que los mira?  "No toda es pintura la de los ojos abiertos", indica el pintor con peculiar humorismo literario. ¿Quiere decir que nosotros, espectadores, no vemos la pintura abriendo sólo lo ojos y que entonces hay algo más? Los osos pintados nos miran a nosotros, que hemos gozado cerrado los ojos para gozar de un pensamiento. En los colores de unos cuadros sin figuras, como los más recientes de esta muestra, asistimos al resplandor de una idea de la figura no puede existir de manera sensible, figuras invisibles, o sea mitos.
Cézanne, un pintor casi arcaico pero cuyo nombre me acompaña frente a la pintura modernísima de Prior, dijo una vez: "Los colores son la carne brillante de las ideas." Y quería reducir lo que hacía con desbordante, obsesiva dedicación, al color, a módulos de color. Prior, más líquido y menos esquemático, hace remolinos, deja choirrear lo que hay, pero no abandona la posibilidad de que aparezca otra cosa, ni siquiera lo visible. ¿Cómo será pintar con los ojos cerrados? ¿Y ver la pintura así? En unos poemas llamados Comienzo y fin de la nieve, título que Prior usó para una serie de obras, Yves Bonnefoy escribe: "Pero la luz sabe atravesar/ los párpados porosos, y percibo/que en mis palabras todavía la nieve/girando se condensa y se desgarra." Si entrecerráramos los ojos, u ofreciéramos los párpados a la luz, veríamos esos remolinos o precipitaciones de corpúsculos que he llamado nieve o lava o chorreo de iluminaciones porque sólo metafóricamente entre la pintura en las palabras. Y Prior lo sabe mejor que nadie. Si llama "Dánae" a unos cuadros de puro color, sin que veamos ahí a la chica legendaria custodiada por su padre para que no tuviese un hijo, algo nos recuerda el misterio principal de ese mito griego: la lluvia de oro que fecundó a la virgen. Encerrada en una ieza de bronce, Zeus se filtra por las rendijas y la embaraza como un chorro de luz solar que cumplirá su destino inexorable. O si le pone a otro cuadro abstracto "Orfeo en los infiernos", es porque delante nuestro no hay nada reconocible, es lo visible sin concepto, el deseo sin objeto; atrás, lo que amamos nos sigue y dice que está prohibido mirara. Orfeo en el infierno, con la esperanza -antorcha o pincel- en la mano, avanza todavía, es decir, pinta su paso. Si se da vuelta, si hace una retrospectiva, pierde lo que animaba su deseo, se pierde, y sigue adelante, lo espera un descuartizamiento, la mercancía de la obra, las admiradoras y compradores. Pero en el interín, en la subida que no termina nunca, pinta.
En la supuesta abstracción, Prior estira su mano en busca de la figura imposible, del objeto que es todas las cosas pensables y señalables; así, el título de "Moby Dick" no es tanto el blanco, ausencia de color, como si fuera un emblema del vacío, sino más bien el deseo de buscar lo que no está destinado a ser capturada. Una catástrofe sucede antes. Napoleón es derrotado, llega el diluvio universal, entre en erupción el volcán, ciudades enteras son arrasadas, y hasta se diría que el color, cuando ingresa en alguna ciudad de Prior, se parece más a una tormenta que se disuelve las formas antes que a una primavera apacible.
Entre la configuración y la desfiguración, se da el juego de niños de a pintura, por momentos a ciegas, siguiendo el ritmo de una idea, anhelando su carne brillante. Y los niños atienden a Prior, Lo habrán de imitar en cada gesto, en el alzar de las manos, en el achinamiento de los ojos, Yo mismo era un niño la primera vez que vi cuadros suyos, y admiré cuánto les ofrecía al pensamiento y al a sensación la rareza de un arte que integra la teoría y los simples juguetes, el limite de la pintura y los osos asombrados. Una de mis hijas, que adora ver reproducciones, libros y catálogos de Prior, dijo una vez, al encontrar discos de vinilo en un viejo restaurante: "Mirá, papá, hay cidis gigantes!" Era como invertir el movimiento de la supuesta flecha del tiempo. También nuestro pintor señala que toda pintura sigue la historia, que en el principio ya estaba todo y que todo sigue estando en un principio: en unas gotas doradas, en un chorro de fuego, en la espuma de una nieve que se  vuelve sólida, ya entonces la pintura era un mito del momento único, fuera del tiempo. Como dijera Macedonio Fernández, aludido aquí en un pórtico imaginario: "Desdeñamos distracción de leyendas./ Sólo un Misterio que no se nombra./ Sin momento ni lugar". Misterio absoluto de pintar lo que es casi una locura: reencarnar a todos los conquistadores del color y dela sombra cuando entran en ciudades invisibles, cuando asisten a la demolición de las perspectivas. O mejor dicho: ser rozado por la inconciencia de una materia que se pinta sola en la superficie dispuesta, sin mirada, sin ojos que la vigilen.
Ser el cuerpo mismo de lo que pinta, cuando lo deseado ya no está atrás, siguiendo al guía y al dueño de sí, ni tampoco adelante, en la gloria vana de capturar la presa soñada, sino en el punto abstracto del presente , sin otro lugar que las dimensiones de un plano, sin otra sucesión que la repetición incesante, incansable, de trazos que sólo se dan allí. Como, el Don Juan de Baudelaire en los infiernos, navegando con Caronte, Prior mirar
ia fijo la estela del bote, un héroe tranquilo, imperturbable ante la multitud de almas que gritan en la orilla y que le recuerdan sus temas amados, y no se dignaría a ver nada más, apoyado en un pincel larguísimo, viajando. Los volcanes submundanos le darían nuevas ideas, más carne para sus ansias de color. Y acaso mancharía unos papeles caídos en las tablas curvadas del barquito con tinta imborrable, con gin tonic, con los materiales que se han hecho amigos de su mano. En ese estudio flotante que imagino, todo lo dibujado y lo pintado deviene casi de un ser orgánico cuya constitución íntegra deja ver una procedencia fluida, una naturaleza originariamente elástica, su no limitación, su disponibilidad. ¿Cómo encontrará esta deíxis de lo infinito, que es el nombre de todo lo que hay en una vida, su lugar dentro de los limites de un cuadro? En la insistencia y e cambio. Ya que todos los cuadros son uno y cada uno está en todos, por obra de la otra palabra que acompaña y se ríe de los títulos, un nombre propio, la firma que desgrana cinco letras secretas. El cuadro no vela por el nombre, ni lo encubre, sino que el desgarramiento de un telón tras el cual perciben brillos, sospechosos e intrigantes fulgores, reflejos del misterio de la "prioridad" o cualidad de una pintura para inspirar esta pregunta: ¿de dónde vienen presencias, estas ideas, estas imágenes, si no de un movimiento del cuerpo que percibe, piensa y pinta?

sábado, 16 de abril de 2011

Roberto Aizenberg


Aizenberg, el inmortal
por Mariana Robles

Roberto Aizenberg, a pesar del tiempo, sigue siendo uno de los artistas más paradigmáticos del arte argentino, y lo es por diversos motivos. En medio del torbellino que arrasó con los pintores argentinos en la década del '60, gracias a la famosa muerte de la pintura, que Romero Brest vaticinó en la Revista Plana, Aizenberg no sólo se consolidaba como pintor, sino que realizó una de sus exposiciones más emblemáticas en el controvertida Di Tella. A los 41 años de edad, se consagró en una retrospectiva que le permitió al director del Instituto decir del artista que actuaba "sin hacer teoría, y sin que le importe la teoría de los demás, menos el juicio crítico, fuere de quien fuere, como si cumpliese una tarea de iluminado". Estas palabras indican un punto esencial del "caso Aizenberg", denominado así tras el enigma persistente en el que su estilo y su vida confluyeron. Todos los testimonios de la época revelan que Aizenberg era un príncipe. Evidentemente, había sido poseído por las fabulas que el tiempo no borró de su memoria, y que el arte y la poesía acentuaron en su rostro, sus gestos y sus imágenes. Los arquetipos de Aizenberg, a diferencia de los arquetipos platónicos, subsisten en las apariencias y fue necesario pintarlos para que reinaran nuevamente en el mundo visible. Sus torres, abanicos y ventanas, probablemente vinculados con su acercamiento a la arquitectura antes de volcarse de lleno a la pintura, son monumentos vacíos, despejados, templos míticos en donde meditar. Construcciones destinadas a múltiples actividades meticulosas, sofisticados espacios para la búsqueda interior. También las figuras de los decabezados y los humeantes, que dialogan con el imaginario surrealista de André Masson, por el cual Aizenberg sentía profunda admiración y con los personajes solitarios y misteriosos de ciclistas, bañistas y arlequines, conforman el extenso grupo de arquetipos que, con los años, se hará más profuso. Todos ellos fueron objetos, talismanes o portales que Aizenberg forjó para romper las fronteras que dividen la realidad del sueño. Son protectores rituales, diseños ceremoniales que le que le permitieron luchar contra el terror que le provocaba la muerte. Es prácticamente imposible, al leer su vida, no conmoverse y convencerse de que los artilugios de Aizenberg no fueron en vano y que, al fin y al cabo, de ellos dependió su propia salvación. Matilde Herrera fue la esposa de Aizenberg, su compañera, junto a quien formó una familia, que además integrarían los tres hijos de ella. A finales de la década del '70, cuando nuestro país se había convertido en la más aterradora de las pesadillas, mientras el matrimonio permanecía exiliado en París, José, Valeria y Martín desaparecieron. En 1990, Aizenberg perdió a Matilde y ya no se recuperaría de sus tristezas. Sin embargo siguió pintando, un Homenaje a Matilde será uno de sus últimos trabajos importantes. Victoria Verlichak, rescata estas palabras, "yo no me elegí pintor. No creo que uno se elija. Creo que cada uno de nosotros es un instrumento elegido por alguien para algo. Me volví pintor cuando la parte más sana de mí se puso en movimiento." El método automatista contribuyó, para poder experimentar la pintura como un canal de conexión, con un mensaje que trasciende la mera individualidad. Tanto para Aizenberg, como para su maestro Juan Batlle Planas, la metafísica y el surrealismo se completaban para ver una realidad fuera de los límites del mundo convencional, una dimensión diferente que se convertiría en fuente inagotable de creación e inspiración. Recordemos que, Batlle Planas fue la principal figura del surrealismo pictórico en Argentina y que con él se formaron Aída Carballo, Horacio March, Onofrio Pacenza, Noé Nojechwiz, Zdravko Ducmelic y Alejandra Pizarnik.
Quienes conocieron a Roberto Aizenberg, como su amigo Guillermo Roux, declararon que era una persona "hermética y metafísica."  A nosotros nos quedan sus obras como testimonio de su silencio, la materia viva para acceder al espectro misterioso que descansa en su interior. La increíble y alucinada sensación que todo permanece en alguna dimensión de la luz, el tiempo y el espacio. La alquímica transformación del cuerpo por un espíritu que lo sobrevuela todo, para convertirse en inmortal.
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Quinquela Martín


Aguafuertes de Quinquela Martín
por Juan Carlos Montamat y Eduardo Jainer Aude

Si los espectaculares y coloridos óleos de Quinquela Martín son parte viva de la iconografía e historia argentina y  materia de retrospectivas, ediciones, charlas y muestras, es interesante descubrir el valor que tienen sus grabados. Se trata de obras en blanco y negro, algunas coloreadas, de gran fuerza expresiva, con vida propia independiente de sus telas; piezas muchas veces ignoradas por el público e incluso por los mismos especialistas, inspiradas tal vez, por los artistas militantes del "grupo del pueblo" y por su siempre compromiso social para con los suyos.
En los años turbulentos y avasallantes de la primera mitad del siglo pasado, cuando las técnicas se pusieron al servicio de las artes, el grabado se presentó como un medio expresivo y accesible de los artistas para llegar al común de la gente con el mensaje de su arte, ya que permitía que las obras pudieran ser reproducidas luego en afiches y periódicos de propaganda.
La elección de primeros planos, la lucha del hombre con elementos gigantescos, el amor, el peligro, el drama, la alegría están representados en blanco y negro, en aguafuertes producidas entre 1939 y 1948 y que llegaron al medio centenar. Los temas elegidos por el maestro registran en algunos casos la realidad de la zona portuaria y su gente, motivos conocidos por el artista que por muchos años trabajó y vivió en la zona del viejo puerto de la boca, otros reflejan su costado más comprometido, representando por mendigos, trabajadores heridos y mitines obreros, así como imágenes de una ciudad futura amenazante, plagada de grandes rascacielos como los que hoy brotan a modo de perturbadora premonición.
Captó la sustancia más profunda de las cosas, trasladó a sus obras el sentimiento profundo que despertaban en él su barrio, su gente y su lugar de pertenencia.
No todas las obras maestras de la pintura están expuestas en los museos del mundo, muchas colecciones, como la que hoy se presenta en el Museo Emilio Caraffa, pertenecen al patrimonio privado.
Nuevamente este aporte privado asume su compromiso social deleitándonos con esta obra gracias a su incansable esfuerzo y dedicación, logrando reunir esta colección que hoy tenemos el honor de apreciar.

domingo, 3 de abril de 2011

Erik Adriaan van der Grijn


Erik Adriaan van der Grijn nación en Holanda en 1941. Obtuvo su título en la Real Escuela de la Haya. Vivió en Irlanda Bélgicca, también en Holanda. Desde 1995, van der Grijn reparte su tiempo entre los Estados Unidos y la Argentina.
El arte concreto, el minimalismo y el arte conceptual fueron incorporándose al conjunto de su obra en el transcurso de su carrera. Sus muros pintados de amarillo y negro, puede ser comparable con el ritmo musical, característica de la abstracción histórica. Sus composiciones líricas son bicromías, el artista genera con la utilización de mínimos recursos diferentes situaciones plásticas. A van der Grijn le preocupan, particularmente temáticas sociales, a las que intenta acercarse con una clave pictórica que sugiere lógicas binarias como la tensión entre dominador y dominado. En la década de los sesenta, van der Grijn, conocido entre los jóvenes artistas plásticos como "Yellow Fellow", pintaba autodenominado "realismo de bordes duros", ejemplificado en la pintura las puertas del deposito del ferrocarril. En estas obras reduce sus recursos plásticos al uso de líneas rectas verticales y colores simples que buscan, según las palabras del propio artista, crear a través de la repetición "un campo óptico de formas y contraformas, un ritmo comparable al de una fuga de Sebastián Bach. En esta misma época, comenzó un trabajo, que o abandonaría durante los cuarenta añños subsiguientes, una pintura de 33 metros , inspirada en fotografías tomadas en Irlanda. Esta obra alude a los señalamientos y las rutas, indicando particularmente la sensación de peligro y de abismo que estas construcciones implican.
Alrededor de los ochenta, su necesidad de expresión lo había llevado al expresionismo abstracto, investigando en este estilo durante toda una década. Las dimensiones abstractas de su obra se extienden, no sólo a sus pinturas, sino también a sus dibujos y fotografías. En la actualidad van der Grijn, continua con sus investigaciones pictóricas monumentales que impactan por su fuerza y contundencia.

Remo Bianchedi


Remo Bianchedi, Trabajos 2006-2010, una instalación
por María Eugenia Romero 

"Antes y después de la continuidad. Obrar sin impulso. Crear sin nada. Realizar sin objeto. Producir sin permanecer autor. El puente del tránsito es una región" (martes, 27 de mayo)
Bianchedi muestra 4 años de itinerario de un viaje: la metáfora como origen de la producción del arte y la metáfora en su sentido más literal, "llevar más allá". Gesto físico, movimiento, ampliación del significado, registro de una "traslación" donde la pintura es vehículo.
La muestra consta de más de 300 trabajos que conforman las series, El Castillo de Immendorf, El Señor Lafuente, En el Observatorio del Mundo, Altamira, En la Otra Orilla y los recientes Retratados del "Espíritu del Tiempo".
La serie de las pinturas del Castillo de Immendorf -pintura sobre papel pegada sobre madera, óleo, temple, grafito, lápiz conté, acuarela, collage- captan el momento previo al incendio del primer fósforo que hiciera arder, en 1945, este castillo donde los nazis atesoraban obras de Gustav Klimt y otros artistas del simbolismo alemán para evitar que cayeran en manos soviéticas. Las pinturas trascienden el tiempo y el hecho histórico y se imponen como preguntas estético-filósoficas. ¿Quién encendió el primer fósforo? ¿Qué mira? ¿Qué se mira?
El Señor Lafuente, En el Observatorio del Mundo, Altamira, En la Otra Orilla, obras de papel, serie de dibujos que conforman un relato estructurado en torno al simbolismo del viaje, en el que variaciones mínimas e imperceptibles señalan un recorrido y ahondan en significado. El dibujo es continente de sentido. Y la praxis artística, una forma de conocimiento.
Los tres personajes de los Retratos del "Espíritu del Tiempo" -pintura sobre tela y collages-, están retratados más de una vez y ejecutan una acción que la bidimensionalidad de la pintura pone en duda. Artista y retratado configuran, de este modo, una mirada dialéctica siendo objetos y sujetos del tiempo y generadores de continuas incógnitas.
Esta serie se completa con los retratados de Él y Ella, momentos simultáneos de partida y llegada, "estados" que no son más que vida misma, flujo ininterrumpido de tiempo y contratiempos, reposo, vértigo, sosiego, un replegarse y repartir, una "región" desde donde construir(se).
4 años de trabajo y un arte que funda y abre un mundo poniendo en obra a la verdad.
el arte deviene así acción, apertura, vehículo, salud.

sábado, 2 de abril de 2011

Juan de Dios Mena




La incursión de Juan de Dios Mena en el arte de la escultura surge de un hecho "accidental". En 1932, mientras cuidaba vacas en una estancia del Chaco, un paisano al paso le regaló un palo de guayabí para que le oficiara de bastón. Mena comenzó a tallar la empuñadura con un cortaplumas intentando lograr una calavera, pero se encontró representando una cabeza que, a fuerza de su parecido con varios coterráneos a la vez, resultó ser el punto de partida de la configuración de un tipo humano que se iría perfilando con el tiempo como testimonio irónico, grotesco y crítico de las costumbres de su "aldea".
Los "muñecos de Mena", conceptualización con que la crítica capitalina de un arte escrito con mayúscula los abordó en primera instancia, transitan el camino de una búsqueda que se desarrolla desde lo anecdótico y descriptivo hacia la economía compositiva y la riqueza expresiva resultante de la síntesis.
Mena desarrolló a principios del siglo XX una escultura muy alejada del horizonte normativo de la belleza artística: la clásica, vigente en la escultura argentina de su época. Tanto en su temática nacionalista de "tierra adentro", en su expresiva y caracterizada iconografía, en la elección de un material cargado de connotaciones regionales como las maderas de guayabí, curupí y palo santo, en el uso del color y las dimensiones, Mena fue, más que un hacedor intuitivo, un artista reflexivo y antiacadémico.
La obra de Mena encarna la superación de la prejuiciosa oposición entre arte y artesanía y da cuenta de un derrotero en el que las estrategias expresivas puestas al servicio de su cosmovisión, asumen progresivamente la factura de una abstracción cubista, como resultado de un ejercicio sintetizador a partir de una observación pormenorizada.
Observación cada vez más existencialista, que al irse despojando de elementos anecdóticos conserva sólo aquellas notas que son imprescindibles a su poética antropológica y a su mensaje, por momentos irónico, por momentos críticos.

Julia Oliva Cúneo
Área de investigación de Museo Caraffa