domingo, 12 de junio de 2011

Gerardo Repetto

Lucas Di Pascuale


Lucas turista
por Patricia Ávila


Con Lucas nos juntamos a conversar sobre su muestra y nuestras charlas transcurrieron así como él describe su deambular en bici por Ámsterdam: sin llegar nunca al punto esperado. De aquí para allá derivamos entre la inquietante precariedad de sus imágenes y los relatos sobre las experiencias en residencias como artista en otros países. Hasta que encontramos finalmente ese lugar común: los artistas de la historia y esas imágenes del arte en los libros y catálogos de la Biblioteca de la Rijksakademie, que de tan familiares son entrañables.
La mirada turística, aquella que recorrería el mundo en términos de exotismos administrados, aquí parece abismarse encantada en el encuentro de una raíz común: el mundo del arte contemporáneo en versión documentación, que es el  modo en que accedió siempre a nuestra experiencia sensible y a nuestro imaginario. Acá en el sur, en provincia, lo sabemos todo por fotos.
Allí en la Biblioteca holandesa están los viejos y nuevos conocidos, pero más ordenados y más próximos, porque tal vez ellos mismos estuvieron o aún están por allí como espectros que salen de nuestros sueños a poblar lo real.
La mirada (la mía) se entusiasma en el reconocimiento y la imagen entrega su aroma de fetiche de un modo similar que en la experiencia turística: comparten la cuota de mistificación a través de objetos aprehensibles. Así como el turista vive la experiencia cual cazador alienado, con su ojo dentro de un artefacto de corte y recorte como es una cámara de fotos, el artista atesora no sólo una imagen, sino también un nombre, un pedazo de historia del arte y los atrapa desde el dibujo.
Siempre resulta un poco estremecedor comprobar una vez más que ya nada es tan ajeno; así, un archivo de imágenes puede ser una experiencia de primer orden como las Pirámides de Egipto o la del Louvre, el Salto del ángel o la cara de la Luna.
¿Qué distingue un paisaje, un cuerpo posando, las cosas del mundo y sus misterios, de una reproducción de la Liz Taylor de Andy Warhol, por ejemplo? Desde el siglo pasado, en términos de referencia temática, nada. Recuerdo a Francis Bacon y sus maravillosas versiones del papa Inocencio  X basadas en postales del Velázquez original.
Lucas copia las reproducciones de los artistas dentro del sistema de archivo de la Biblioteca. Copia lo reproducido en una redundancia que resulta al principio un poco ridícula como relación: pana con pan.
Dibuja copiando aquello que le atrae de un modo caprichoso, como un amante entusiasta y sólo fiel a su deseo, que va de lo uno a lo otro, eligiendo, pero también revela y configura una colección o un harén, que habla tanto de él como de las obras que cita.
El dibujo es una experiencia del cuerpo, no sólo del ojo. El registro corporal, el gesto, en el dibujo hace de esas reproducciones versiones de una narración amorosa, que homogeneizan  la variedad de estilos, ideas y materiales a un único lenguaje, una única estética sintetizada en líneas austeras y tinta negra, con una suerte de limpio abandono, como un dejo de la confianza relajada del amor.
Pequeños, asimilados a la estructura gráfica del artista, los dibujos son inmensamente poderosos cuando doblegan el discurso global y hegemónico de los grandes nombres, de las técnicas multimediales, de los lugares y momentos históricos, a una zona de intimidad y apropiación subjetiva.
Ese vaivén entre la intimidad, lo particular y lo público, lo general, es algo que caracteriza la obra de Lucas.
Un ejemplo es el vociferante cartel de LÓPEZ. Por un lado tiene ese despliegue preciso de lo publicitario pero señala una falta, una ausencia que trae al presente conflictos que ya nadie prefiere nombrar. Y por el otro el proceso de producción del cartel suma a su dispositivo un discurso sobre la estructura del cartel publicitario y a la familia o amigos del entorno del artista, porque son ellos los encargados de realizar el entramado estructural que soporta al letrero. Lo publicitario, que es la industria, se transforma en artesanía familiar. En Holanda (alejado de su entorno cultural y también del afectivo del artista), el cartel se vuelve objeto desanclado que boya entre la gente, incómodo. Deja de ser grito para ser una cosa, ahí, ocupando un lugar que no le corresponda, ¿o sí?
LÓPEZ es un grito que nadie escucha ya. Con el tiempo, como fue allá en Holanda, sólo será algo de la obra "Di Pascuale", sin contexto más que el nombre de "Arte". ¿Alguien lo reproducirá amorosamente sin saber ni querer saber más que el impulso de su propio deseo?
Recuerdo como antecedente de Lucas el proyecto PTV (Partido Transportista de Votantes) que se proponía, desde el objetivo central pero velado de la política partidaria actual, reunir votos con urnas y asegurar la cantidad y la circulación de votantes como mecanismo de validación formal de los partidos.
Con el PTV se visualizaba el mecanismo de marketing que estructura un partido: puro embalaje, nada de contenido político. Así vemos cómo la obra se desliza, en esa sordina que caracteriza el tono de Lucas, a una reunión entre lo político y lo poético. Porque el contenido de la obra es eminentemente político, cuando señala esos componentes actuales de lo impolítico en el espacio de la política.
Las obras de Lucas no sólo parecieran señalar sutilmente la distancia entre el original y la copia, lo ajeno y lo propio, la intención y la realización, sino que también expresan una profunda esperanza: la distancia entre el original y la copia, lo ajeno y lo propio, la intención y la realización, sino que también expresan una profunda esperanza: la de que esas distancias pueden ser abolidas. Una necesidad que sin asumir el formato de los setenta, retoma calladamente  el sesgo de la utopía. Y allí es posiblemente donde emerge la poética de estas obras que dejan ver los objetos del deseo y la trama de las pasiones privadas y colectivas en los términos más desapasionados posibles.

Marisol San Jorge




Danza para un reflejo póstumo
por Mariana Robles

"Allí donde esté tu cuerpo está tu alma;
no hay modo de escapar..."
                                          Osvaldo Bossi

El disfraz de la memoria
El recurso puede presentarse como una figuración en movimiento, una articulada procesión de imágenes en órdenes diversos. El recuerdo de una danza, por qué en su tumultuosa y repentina dislocación del tiempo se incorpora al presente interpretando un ritmo. No sabemos muy bien desde qué región lejana viene, pero sí sabemos que al llegar nos envuelve. Algunas veces, las imágenes cobran en la bruma de los sentidos, la monumentalidad de un holograma rayado y desteñido. En otras, las fisuras del pasado derrochan su energía y el cuerpo como un bailarín a la deriva asimila el traje añejo y desgastado. En la obra de Marisol San Jorge la vestidura de la memoria es un manto complejo, que mientras devela, sutilmente esconde. Las ilusiones ópticas, la sensación de continuidad, la ambigüedad, el desfasaje entre lo visible y lo invisible son operaciones de un sacrificio. Sacrificar para descubrir que el movimiento que, entre los pliegues de los vestidos, nos desliza fuera de nuestros propios límites. La imagen de la vestimenta que se reitera, desgarrada y visceral, nos advierte de una dislocación antropomórfica. La fragilidad de lo femenino se contrapone con la hostilidad de los artefactos cosméticos, prótesis, indumentarias, socialmente aceptadas. El disfraz, es una solución a la amputación originaria, a una naturaleza melancólicamente averiada y que sólo logra recomponerse a través del lenguaje expresivo. Bergson dice, sin dudas un recurso, a medida que se actualiza, tiende a vivir en una imagen. En este sentido, sus pinturas se disponen como un habitáculo para el futuro de su pasado.

La continuidad del artefacto
Sus objetos escultóricos son artefactos, amputaciones mecánicas, para una corporalidad que se presenta fragmentada. Estos artificios autómatas de San Jorge remiten a las combinaciones ortopédicas y surrealistas de Hans Bellmer o a las tecnologías del cuerpo ejecutadas por Mary Shelley a su monstruo Frankenstein. Al parecer en ellos reconstruye un lazo proveniente de las obsesiones del pasado o del juego solitario, en busca del fragmento ausente, de la pieza inconclusa. Estos objetos, de diferentes dimensiones y materiales, incorporan elementos cotidianos, pero que se encuentran extrañados de su referencia originaria. Tienen incrustados cosméticos, espejos y termómetros que remiten a un cuerpo no carnal, sino más fantástico. Una maleta gigante con pinches de hierro, un perchero que puede ser encendido y arder las prendas guardadas, un tender de metal, pesado y opaco, con trenzas de niña que cuelgan y se enredan. Maquinaciones o huellas de un paisaje irreconocible, al parecer proveniente de orbes soñadas. Construcciones tautológicas y contradictorias en su función práctica y que al mismo tiempo muestran, con impunidad, su falla constitutiva.

La síntesis del cuerpo, en el ritmo y la materia
El cuerpo, en las obras de San Jorge, se encuentra tomado, usurpado, por órganos propios y órganos ajenos. El cuerpo, en su potencia femenina se presenta fragmentado es su porción terráquea: la proyección inferior que baila sobre el mundo. Un injerto peligroso de un vestido transparente, sobrevive a la memoria. Es la incisión inicial o el recuerdo de un nacimiento prematuro, de una melodía lejana y siniestra. Es que todo recuerdo puede ser anticipatorio, más allá del umbral el pasado es la única llave y el acontecimiento futuro que esperará fielmente ser recordado. En este sentido, la danza de San Jorge es un ritual que busca reinventar en su propio esqueleto, los órganos que oscilan entre el pasado y el presente, los cuerpos flotantes del porvenir. Así negada y ausente, en esa entidad que fue averiada, la caja torácica de huesos contenedores es invisible. La respiración se torna lenta sugestión de un susurro. El áspero sonido pulmonar es suplantado por la música paralela y simultánea de flautas livianas en las piernas danzando.
La operatoria del ritmo es la potencia de un acorde, que configura siluetas a modo de cartel, premoniciones vibrantes, instantáneas provisorias, montadas en escenarios y luminarias de resplandor irresistible. Cada retablo privado, que la mente proyecta,  es a su vez una dislocación, un fuera de foco en ese teatro sin telón. El espacio de la obra, tanto de los dibujos como de los objetos , esta impregnado de un clima que se regodea     en el límite de las formas, los reflejos de los resplandores. El color esfumándose por las grietas de los contornos, son inseparables de la danza, sin ellos no hay baile. Es la materia la que está subsumida  al desplazamiento. Es esa misma materia abierta y su fisura del vestido, las que invitan a las piernas a deslizar su osamenta. Frente a nosotros un espejo, estelas y giros de pulsiones subterráneas nacidas en las cavernas de un cráneo o de un útero, bisecciones de un cuerpo en nacimiento, que aguarda ser relámpago de su propio recuerdo.

sábado, 28 de mayo de 2011

Raúl Díaz


La figuración del misterio
por Mariano Serrichio


La obra de Raúl Díaz coincide en el momento de su primer despliegue de imágenes con los movimientos de retorno a la pintura que se manifiestan en los principales centros urbanos del mundo a fines de los '70, y que tuvieron su auge en los '80.  La transvanguardia italiana es, quizás, su fuente más nítida, en especial por el trabajo con la historia del arte. Aunque en el caso de Raúl Díaz, como ocurre con muchos artistas de lugares periféricos a los principales centros de producción, la cita toma forma de una apropiación y de una reelaboración. En la primera parte de su obra, aparecen los personajes y el mundo del circo, que vienen de Picasso, y un clima onírico, misterioso, que recuerda a los metafísicos italianos. No obstante, estos elementos son elaborados de una manera singular: los personajes del circo juegan, encuentran su amante, instalados en un espacio escenográfico que procura un marco de verosimilitud a la fantasía. Y un hecho curioso, aunque común a muchos de artistas de la periferia: los cuadros de Raúl Díaz tienen un rasgo deliberado de arcaísmo. Varios críticos los han comparado con frisos.  
Cuando uno observa su obra en el tiempo, se puede apreciar una especie de novela pictórica, por llamarla de algún modo. Cada cuadro es un pequeño relato, que dialoga con otro a través de los personajes, sus distintas posiciones y la variación en el color. En estos relatos no hay, sin embargo, nada evidente, son enigmáticos y poéticos. Da la impresión de que el hecho estético es, para Raúl Díaz, la indicación de un misterio, que ningún relato puede colmar.
Hay luego un movimiento de las figuras, con el paso de los años, que va desde los personajes circenses a otro conjunto: los durmientes, los amantes, la canoa. Lo escenográfico desaparece, se reduce a una sencillez hierática, y lo poético se vuelve más simple y despojado, pero más intenso. Aquí el misterio se revela de una forma más prístina; la voluntad figurativa se resuelve en gestos mínimos y precisos.
Se trata de un tránsito hacia la abstracción, que se  aclara y se define en esta nueva muestra, cuyo título  es "Andar en el agua". Raúl Díaz avanza en la desintegración de los elementos figurativos y de la pintura como género, mediante la transformación del acto de pintar en un proceso de producción más complejo, que culmina en las resinas. La figura está reducida al mínimo, casi a punto de desvanecerse. En los distintos soportes (resina, relieve, esculturas), Díaz plasma con mínimos elementos un concepto sutil e intransmisible, más sensación que idea, como lo es el movimiento del agua.

domingo, 22 de mayo de 2011

Sara Galiasso






por Gabriel Gutnisky  


La palabra del inglés "serendipity" está traducida al español como "serendipia" pero aún no está incorporada como tal al Diccionario de la Real Academia. Significa realizar un descubrimiento inesperado gracias a un suceso fortuito o accidental. Aunque en términos generales se refiere a descubrimientos científicos creo que -por extensión- también cabría para describir la articulación sorpresiva que la obra de Sara Galiasso genera en el observador a través de la inesperada reutilización de labores artesanales de comunidades originarias y restos naturales engastados en estructuras de metal. El descubrimiento aludido con la extraña palabra mencionada al inicio del párrafo se produce por el enunciado que surge ante el quiebre del universo simbólico de esas labores tradicionales y el índice que señala la frágil subsistencia del dominio natural. 

En un momento en donde el mundo del arte ha devaluado la materialización o las habilidades específicas del oficio y se ha vuelto casi exclusivamente propositivo, la obra de Sara Galiasso se nos presenta como un juego dialéctico de opuestos, pero sin por ello difuminar los recuerdos disciplinares. En su doble condición, física y enunciativa, la obra de Galiasso se define en un plano apreciativo que se caracteriza por la tensión generada por cruces y convergencias -entre otras- natural/cultural, rural/urbano, artesanal/industrial. El propio gesto de la artista se retrasa -se restringe a la construcción de cajas-relicarios que como un río inmóvil recorre las paredes y líneas materializadas en el espacio con tubos de acero- para señalar precisamente ese grado de lealtad informal con experiencias culturales subalternas y su vínculo con la naturaleza.

Este encuentro entre mundos y formas de vida diferentes parece describir un perfil "casi antropológico" - en el sentido que Hal Foster le da al término- porque son los principios del artista-explorador-viajero que establecen las leyes de un juego que no hace hincapié en determinaciones sociales o históricas sobre las comunidades elegidas, ni sobre los materiales encontrados. Son elementos atesorados, que la artista reabsorbe como historia personal, como dato material de sus exploraciones de aficionada. Una marca biográfica que la artista necesita compartir en otro marco de existencia estética, en una secuencia de reconstrucción que tiende a fundir los órdenes involucrados con su propia huella, o dicho de otra manera, intentando asumir algo del otro en el seno propio. 

Se trata en definitiva de expandir la lógica de las cualidades sensibles que -sobre cualquier otro tipo de alegato- se percibe en término de conmoción táctil y de paradójica convivencia formal. Porque en la operación de dotar de nueva vida a los desechos se hace evidente que estos restos son, para Galiasso, encarnaciones del tiempo en la materia, índice de perduración, desterritorialización y transfiguración. No parece gratuito entonces relacionar este dispositivo, capaz de interconectar y expandir el concepto de temporalidad, con la definición del mencionado Foster que afirma "no hay ningún simple ahora: cada presente es un asíncrono, una mezcla de tiempos diferentes" y la obra de Galiasso parece querer hablar de los cambios, pero sin estabilizar el sentido, porque se configura cuando el sujeto-observador se apropia del aparato formal, no tanto en lo referido a la obra aislada sino a la reconstrucción de situaciones -encuentros- en la escenificación del espacio expositivo, en la cadena de coordenadas espacio-temporales que Galiasso propone como estrategia enunciativa.

Pablo Baena


Viaje de ida
por res
buenos aires, febrero de 2011 
De barro somos y el barro
Absorbe rápido el aceite
de la vida oleosa...

Juan Gelman


Pablo Baena es un artista contemporáneo porque mezcla diversos estilos desprejuiciadamente o, para ser más preciso, porque en su trabajo el estilo no es entendido como modo de expresar un sentido o de exponer ideas. Sin embargo, a diferencia de ciertos imperativos del arte contemporáneo, Baena no elabora estrategias de artista, no hace un culto a la carrera, no da importancia al "statement" o declaración de principios como no sea a través de sus obras, y no ha alterado durante décadas su modo de trabajo, aunque las modas fueran y vinieran.

Conozco a Pablo desde el año 1960. En ese entonces teníamos tres o cuatro años y asistíamos al primero de los dos jardines de infantes que cursamos en la Escuela Alejandro Carbó. Hicimos la primaria juntos y además de ser compañeros fuimos buenos amigos.

¿Qué mezcla Baena? Sin duda hay algunos post impresionistas, rastros del expresionismo abstracto y del informalismo europeo, de la nueva figuración argentina y hasta del neoexpresionismo. Pero también mezcla colores, mezcla o contrapone figuración e informalismo, o lo que podría confundirse como dos cuadros en una misma tela. Mezcla, en fin, la vida y la pintura, el taller y su casa, sus seres queridos surgen de su imaginación.

Existencialista. Sí, Baena tiene mucho de existencialista y pintar es su forma de relación del mundo.

Crecimos en esa parodia de democracia signada por la proscripción del peronismo, la influencia censurada de la revolución cubana, la Alianza para el progreso, Los Beatles, Los Gatos, las dictaduras y la activa resistencia obrero-estudiantil a la imposición de proyectos que eliminaban las conquistas sociales. Córdoba era un laboratorio. Una combinación de insdustrialización basada en el fordismo de segunda generación con una universidad que, para los parámetros actuales, cabría definir como popular. Córdoba, en fin, era la extraña coincidencia de siglos de tradición católica conservadora y un renovado clasicismo sindical.
Paros generales. La calle desierta. Se incubaba el cordobazo.

Baena ha pintado apegándose a estas tendencias en tanto ha dado especial valoración a lo gestual que hay en la pintura y al modo en que esto se ve materializado.

Y hasta aquí las semejanzas. Que no alcanzan. Que son insuficientes para aproximarnos a estas pinturas donde distintos planteos contraponen, se yuxtaponen o se enciman.
Pequeños personajes, aparentemente "naives" están ambientados en lo informe, que, de algún modo, parece reflejar algo siniestro o conflictivo.

Baena es un pintor vocacional. Ha pintado toda su vida porque, afirma, pintando es cuando se siente "más pleno". La vocación (del latín vocare: llamar) se cruza en sus pinturas con lo innombrable.
Pero en sus trabajos no hay una alegre bancarrota del lenguaje sino un doblez crítico. Reconocemos figuras, pero éstas aparecen bajo pinceladas de color enmarcadas en planos, puntos y líneas en los que el trazo da relieve al gesto y la actitud del autor, no como recurso decorativo sino sugiriendo que el mundo no es lo que pensamos.
Acentuando esta imposibilidad de acceder "figurativamente" a aquello que está allí afuera, de representar, en estos trabajos es frecuente ver un cuadro dentro, encimado o yuxtapuesto a otro totalmente diferenciado por su planteo formal.

El 29 de mayo de 1969 Pablo vivía cerca de la Plaza Colón y tenía doce años. Córdoba ardía a nuestro alrededor. Me pregunto en qué medida habrá influido en nosotros todo eso. De algún modo se habían perdido las formas. Las del comportamiento usual y las de muchos objetos: autos, semáforos, vidrieras, baldosas, fachadas de edificios...

La forma de pintar es lo suficientemente explícita. La mayor parte de lo que ocurre escapa a nuestra razón y al inconciente.Y cuando le pido motivos Pablo responde preguntando si deseo psicoanalizarlo, o si pretendo ser su novio...

Humor no le ha faltado a Baena para paliar el aguacero. Para seguir pintando en una Córdoba que se quebró hacia mediados de los setenta y aún no recupera sus inquietudes. Para seguir pintando en un país que por mucho tiempo sólo atinaba al sálvese quien pueda.

Desaparecieron las mayorías obrero-estudiantiles. En el Clínicas ya no hay pensiones llenas de futuros médicos y los robots se encargan del montaje. Pablo hace un chiste. Córdoba, o mejor dicho esa parte "seria" de Córdoba que maneja empresas y recursos intenta vanamente declarar superfluo o accesorio todo intento de creación que no tenga fines de rédito más o menos inmediatos. Que aguante el que pueda como pueda. Rápido acatarán la disciplina y abandonarán el intento. Pero Pablo no necesita aguantar. Necesita pintar y seguir pintando. Porque ese es su viaje, un viaje de ida. Pintar y seguir pintando. Una vida que demuestra la posibilidad de escuchar el llamado.

La obra de Pablo aún no puede juzgarse con parámetros externos a ella. Mientras no haya la suficiente distancia tendremos que contentarnos con aceptar que se sustente sobre sí misma y agradecer la posibilidad que presenta. Ciertamente un viaje de ida. Un salto sin red que apuesta a encontrar las manos del otro.

Como en sus pinturas, he yuxtapuesto deliberadamente mis recuerdos, las imágenes y algunos datos e ideas. He tomado la obra de Pablo Baena como modelo para escribir estas líneas, parodiando el modo en que él ha hecho de la pintura un modo de orientación en el mundo y de vivir la vida.

                                                                                                                            

Bernardo Ponce



Ponce: inviolable testimonio sensible
por Raúl Santana


"Lo próximo lejano" el título que da nombre al conjunto de obras que presenta Bernardo Ponce es un "oximoron" (figura contradictoria de retórica) que nos implica en una afección muy contemporánea. Al extremo que muchos pensadores y poetas han considerado al "oximoron" como una acertada metáfora de la vida actual; sobre todo por la vigencia de la globalización que viene  a alterar de manera contundente la pretérita  noción de espacio y tiempo aboliendo lejanías que traen como consecuencia la abolición de lo cercano o mejor dicho instalan lo lejano en la cercanía. Por otra parte ya es corriente el término "desterritorialización" que circula con mucha frecuencia entre algunos pensadores actuales.
Me apresuro a decir que como todo artista, consciente o no, Ponce está atravesado por aquellas problemáticas aunque pareciera resistirse a abandonar su propio espacio en el que conviven: su nacimiento, infancia y crecimiento en Santiago del Estero, sus posteriores viajes a Tucumán y desde hace años su residencia en Córdoba.
Desechando la desdichada noción de "actualidad" y con la solvencia que manifiesta su arte, Ponce está en otro viaje: atiende sus proximidades con pasión haciendo visibles singulares microcosmos con los que entrega su sensible testimonio, en los magníficos dibujos donde la línea es protagonista, en los que contrapuntean línea y valor o en las pinturas que continúan su moroso registro traduciendo a color los valores lumínicos abstractos de sus dibujos. Frente a su obra no pude dejar de recordar aquella frase del ilustre historiador Kenneth Clark que traduzco: "Los hechos se convierten en arte por medio del amor que los unifica y los alza hasta otro plano de realidad".
A poco de recorrer el currículum de Ponce encontramos que en 1950 comienza a tomar clases con Basilio Celestino, quien había sido discípulo y ayudante del gran Ramón Gómez Cornet. No cabe duda que la transmisión de Gómez Cornet a través de su ayudante llegó a Ponce, no sólo por la constante puesta en obra de un realismo intimista sino también por aquellas palabras de Gómez Cornet que configuran todo un programa: "Hombre de tierra virgen como es América, me solicitaban problemas dispares a los de la cultura europea. Nacía en mí el claro deseo de redescubrirnos, auscultar el pulso de nuestra propia existencia, saber lo que queríamos, adonde íbamos..." Magníficas palabras que hoy forman parte, lejos de ruido y la globalización, de la herencia simbólica de este gran artista llamado Bernardo Ponce.

Bernardo Ponce. El sino de una pasión americana 
por Alberto Petrina

Santiagueño aquerenciado en Córdoba desde hace ya tres décadas y media, Bernardo Ponce muestra hoy la obra tejida a lo largo de todo ese arduo tiempo, una obra bella y rigurosa cuyo inusual signo de síntesis no proviene de la limpieza posterior de lo superfluo, sino de una ascética renuncia previa. Mérito raro éste, aunque muy explicable en un discípulo del gran Gómez Cornet.
Grabador, dibujante y pintor de excepcional talento, Ponce frecuenta pocos y esenciales asuntos: el escenario áspero del Norte, que lleva siempre encendido en la memoria; el pueblo que lo habita y su inmutable circunstancia. Con austera insistencia, amarra su visión tanto a los rituales invariables del hombre -que abarcan desde la dimensión épica del mito a la prosa cotidiana de la cocina- como a su entorno de cactus y cardones, con la lujosa sorpresa de una flor que a veces se abre como un destello.
Su manera no cede nunca a la vulgaridad de la retórica. En todo caso, expresa esa medular metafísica que sabe, como Teresa de Ávila, "pasar de los éxtasis a los pucheros". Nada de inútil énfasis. Sus niños de Santiago no están allí para inspirar falsas piedades, sino para mirarnos cara a cara y decirnos, desde su desafiante silencio, que son el retoño de una raza milenaria y solar.
Dones casi extinguidos estos que nos ofrece Ponce. Especialmente si agregamos a ello que lo hace planteando un compromiso explícito con su tiempo y su gente, gesto que lo torna transparente para los corifeos inodoros, incoloros e insípidos del neoconceptualismo autóctono. Es así que en un mundo de vacuidad grosera y asfixiante, él nos regala un soplo de impalpable pureza. Su trazo magistral le permite encerrar al cosmos en el palpitante límite de la vida, siempre vulnerable y exiguo.
Esta preciosa exposición - que aúna la voluntad solidaria de los Museos Caraffa de Córdoba, Gómez Cornet de Santiago del Estero y Sívori de Buenos Aires-, viene por fin a concretar una demorada acción de rescate de la figura y la obra de Bernardo Ponce, sacándola del inmerecido cono de sombra al que lo relegara tanto su personal desdén por la notoriedad cuanto la ignorancia y el embrutecimiento crecientes de nuestro establishment crítico.
Cuando en 1956 Bernardo Canal Feijoo dedicó unas cariñosas palabras a un joven tocayo comprovinciano, amigo de familia, haciendo votos para que su arte brotase "del fondo de un sentimiento de su condición de hombre americano, y de la cosa y el drama de América", estaba estableciendo un vaticinio de incierto desarrollo. Sólo ahora sabemos que, más de medio siglo después y en la culminación de su camino, el Negro Ponce ha cumplido acabadamente la profecía implícita en aquel oráculo. Cada pincelada, cada incisión, cada rasgo por su mano han dejado inscripto el apasionado testimonio de su anunciado destino americano.



Las pasiones de Bernardo Ponce
por María Julia Oliva Cúneo

Por supuesto, en el plano absoluto que eran las salinas, sólo había que acertar con la dirección; el camino más corto se daba por sí mismo. Pero existían pequeñas desviaciones, a las que toda línea estaba expuesta, con efectos inevitablemente lejanísimos.
(César Aira, La liebre)
Las dos grandes pasiones en la vida de Bernardo Ponce son el arte y la política. Así lo aseguran quienes lo conocen desde siempre y así el mismo asiente.
La política es el espacio por excelencia en que su vida transcurre desde la infancia. La política y las bibliotecas. Las actividades de su padre y su círculo de intelectuales amigos lo relacionan desde muy temprano con la lectura y las problemáticas político culturales de Santiago del Estero, así como con figuras que son decisivas para su pensamiento y su formación, como el escritor Bernardo Canal Feijóo y el pintor Ramón Gómez Cornet.
Activo e informal partícipe del peronismo primero y orgánico militante del comunismo después, Ponce critica, sin embargo, dogmatismos partidarios e ideologías centralistas. Así como su padre le enseñara a leer el diario "de atrás para adelante", porque las noticias más importantes "son las de la sección local", la vida para Ponce empieza en Santiago y las políticas mesiánicas no asumen las ineludibles particularidades de la realidad del interior. Particularidades que serán en su obra plástica portadoras de una negación de los lugares comunes y las fórmulas establecidas del arte político. Pero la plástica es para Ponce una revelación posterior.
Habiendo frecuentado primero el taller de Gómez Cornet y su ayudante Basilio Celestino como un entusiasta de las conversaciones sobre arte, decide luego convertirse en protagonista de la práctica. Desde ese momento, las enseñanzas de Don Ramón son determinantes, incluso aquellas sucedidas  "entre azafrán y pimentón" en los paseos o desayunos en el mercado. También  las de Celestino en las calles del barrio aledaño al río, el mismo en el que Antonio Berni y los artistas del grupo Litoral toman, junto a Ponce, apuntes que trasladan luego a sus obras.
En tales escenarios de la ciudad y sus periferias, sus maestros le hablan de la importancia de una lectura permanente al andar, de la aprehensión de los colores y las formas del mundo cotidiano, de aprender a ver en lo cercano, un poco más allá.
Ponce trabaja el dibujo, la pintura y el grabado, incursionando en las variadas técnicas que ofrece cada lenguaje. Experimentaciones que no van en desmedro de importantes recurrencias iconográficas; las formas orgánicas y punzantes del paisaje santiagueño son una constante en su obra. Obra  que es también continente de personajes mitológicos, supersticiones y transposiciones zoomórficas, como la Umita y el Kakuy, testimonios de relatos populares que configuran, tanto como las pencas y los cactus, esa idiosincrasia proveniente de una misma geografía, la de Santiago.
En el mismo ejercicio del ver, la mirada de Ponce opera también una suerte de transmutación de los utensilios y elementos más próximos en temas de su obra, incluso como fragmentos de extraños e irreales paisajes perturbadores, por momentos surrealistas, por momentos silenciosamente metafísicos.
Su obra, en definitiva, da cuenta de una incansable búsqueda identitaria sin telurismos, que puede ser entendida como parte de un proceso ideológico más general. Es allí donde sus pasiones encuentran el modo de caminar juntas. Lejos de denotaciones, la ideología no asume en la obra de Ponce la forma de un explícito repertorio de contenidos sino el modo de un discurso de indagaciones y significaciones abiertas sobre otras posibles enunciaciones de lo ya dicho al nivel de la existencia próxima.
Esa misma ideología que importa también la preponderancia práctica de un hacer permanente, del oficio como parte constitutiva del proceso de intercambios que construyen la significación social.
Porque para Ponce lo importante es seguir aportando para cambiar el mundo, desde las bases, siempre.