sábado, 30 de abril de 2011

Felipe Pino


La sangre ausente
por Mariana Robles


Un clima de sombría inquietud y desolación modula las pinturas de Felipe Pino. Una veladura transparente, etérea, configura una geometría de silencios. Los cuerpos reposan sobre la arquitectura, los espacios y los espejos. Los planos de colores fueron abiertos por los miembros y articulaciones que se asoman en el intervalo de una rasgadura virtual, de un índice ilusorio. En sus imágenes subsiste una sinfonía erótica, en la tautología sensual de la pintura. Los personajes, asomándose a las frágiles escenografías, son paralelos poéticos de los órganos lingüísticos de Samuel Beckett. Habitados por contradicciones, son ausencias que simulan su presencia frente a un mundo mira y los realiza. Las ficciones de Pino ponen de manifiesto la condición superficial de toda la realidad, el vacío irreversible de una garantía improbable. Todas sus obras tejen el soporte fantasmagórico de marionetas obtusas, secas con los rayos de un sol desierto, de una luz fulminante desprovista de verdad.
La naturaleza  también fue extirpada para dar lugar a las superficies pictóricas, a los decorados de un mundo intermedio que construyen un reducto flotante, entre la vida y la muerte. Con pequeñas intervenciones gestuales, el artista, logra mostrar los artilugios de un mecanismo que a cada momento corre el riesgo de invertir su lógica. Nos advierte que entre la representación y las apariencias existe la posibilidad del desvío. En las rugosidades de la materia viven espectros entrometidos, replicas infinitas y reiteradas de seres extintos que nos duplican. Seres, que en las dimensiones fluctuantes de los cometas y los astros, en el tiempo fugaz del universo, ya han muerto. Hombres diminutos y solitarios, que desde la óptica volátil de una mosca parecen gigantes y desde la mirada ausente de los cuerpos sin sangres, simples dispositivos de un teatro de sombras La pintura se transforma así en la arqueología de un mundo fulminado por su propio ir hacia lo desconocido. Confirmando que, entre nuestras creencias y la imagen, perdura un abismo aletargado.

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